Cuando era una adolescente me preguntaban qué quería estudiar, en qué me gustaría trabajar. Yo entonces no lo tenía muy claro; había muchas cosas que no sabía si me gustaban en realidad, pero me sonaban bien. Psicóloga, periodista, juez... En realidad no sabía nada. No sabía nada de la vida real. En mi burbuja de colegio todo parecía posible, todo estaba por descubrir, todo lo que estaba fuera era enormemente atractivo.
Quizá si me hubieran planteado la pregunta de otra manera hubiera tenido más respuestas. Algo así como "Qué buscas", o "qué esperas encontrar". Probablemente hubiera contestado que quería trabajar en algo creativo, útil, enriquecedor, divertido, cambiante, algo en lo que yo pudiera aportar y aprender. Quería salir al mundo.
Ya salí. Y si hoy me preguntaran de nuevo, contestaría sin dudar: quiero un trabajo que me permita tener el máximo tiempo libre para mí, que me dé el suficiente dinero para vivir con tranquilidad, que me dé la seguridad de que no me va a faltar un sueldo todos los meses.
No me apena ni me avergüenza admitirlo. Pero casi seguro, aquella niña que yo fui sacudiría su cabeza con incredulidad, y sentiría un poquito de lástima por mí. Quizá es que sus sueños ya no son mis sueños.